
Madrugamos porque no sabemos exactamente dónde está el bosque mágico que buscamos, los cipreses aparentemente ignífugos de Jérica que resistieron el embate del fuego abrasador, y el balneario de Chulilla, donde tratamos de resarcirnos del cansancio y de algunas desilusiones del viaje, está demasiado lejos. Nos dejamos aconsejar por dos nativos de Villar del Arzobispo y nos adentramos en carreteras rurales de Valencia y Castellón, precisamente donde algunos de los fuegos menos piadosos de este verano más se ensañaron. Era una carretera preciosa entre cultivos y árboles frutales hasta que, de forma inesperada, se convirtió en antesala del espanto y, enseguida, en el reino de la desolación. Todavía huele a quemado, como si el incendio hubiera sido apagado hace apenas unos días. Las llamas han barrido todo, desde los pinos que se asomaban confiados a la carretera hasta los que coronaban cerros y lomas. Buscando el misterio de los árboles que resistieron el mar de fuego nos metemos de lleno en los estragos de un incendio. Lo que todavía no sabemos, a esa hora de la mañana en que el sol todavía se muestra remiso y duda qué infiernillos encender, es que se trata del mismo incendio, el que devastó durante cinco días de julio 20.000 hectáreas en la localidad valenciana de Andilla, y términos municipales pertenecientes a Jérica (en Castellón) y Alcublas (en Valencia). El cielo, cubierto, parece compadecerse todavía de los estragos. No se oye ni se ve un pájaro. Nada.
Las carrascas han ardido como la yesca. Ahora parecen sarmientos suplicantes al cielo de agosto, que se ha apiadado de nosotros y ha desplegado unas cuantas nubes para suavizar el sol que alumbra las cimas donde el fuego devorador se ha cebado con el tupido bosque de pinos que cubría estos parajes, y con ellos encinas, enebros, sabinas, aliagas… y carrascas. «Una especie protegida. Si te ven cortando una, los del Seprona o los de la Generalitat te dejan seco», dice Manolo, mientras desgrana episodios de su vida. Su padre trabajó durante años en una fábrica de harinas, «repartiendo harina a los pueblos y a los barcos. Mi padre era cazador, yo no. Le decían Zorro, o Zorrilla. Como a mí. Si preguntas en Jérica por Manolo Cortés nadie sabrá de quién hablas. Si dices Zorro, cualquiera sabrá decirte dónde encontrarme…». De repente, tras más de veinte kilómetros de marcha lenta por barrancas, cañadas, senderos de pedrusco y tierra, en la uve de una vaguada vemos a los cipreses que estábamos buscando. Entre La Paloma y el Llano de Yuste, en un barranco que le dicen Herbasana. Era verdad. Los vemos como un milagro en medio de la ceniza, de las copas viradas al óxido, de los troncos negros de los pinos… al tiempo que descubrimos un águila. Bueno, es el Zorro el que primero la avista. «Solía haber muchas por estas alturas». Sobrevuela la desolación, su territorio de caza, devastado. «Será una culebrera».
Lentamente, como si el hallazgo tuviera que ser tratado como un yacimiento arqueológico, tomamos una larga curva que rodea una loma tras la que se encuentra la legión de cipreses que ha dejado sin habla a botánicos, biólogos, ingenieros forestales, guardabosques, amantes de los árboles, cazadores. El propio Manolo Cortés Ramírez, el Zorro, que no había vuelto por estos andurriales desde hacía muchos años, aunque conocía la plantación de cipreses, no se lo explica. «Tenían que haber ardido. Estaban rodeados de fuego por todas partes. Es muy raro». Son casi un millar de cipreses mediterráneos plantados hace 22 años en el término de Jérica, donde las provincias de Valencia y Castellón se dan la mano y las raíces. Apenas un diez por ciento, los más expuestos al soplete exterior, ardieron. Es como si se hubieran sacrificado por el resto, por sus hermanos. Pero el fuego no se contagió, ni por el suelo, ni por las copas.
«Los árboles se comportaron como una pantalla contra el fuego», le dijo el botánico Bernabé Moya, director del Árbol de la Diputación de Valencia, que fue el primero que difundió la insólita imagen del bosque intacto, a Joaquín Gil, periodista de El País, que fue quien nos puso en la pista del enigma de los cipreses ignífugos, como tituló la crónica que nos hizo recorrer tantos kilómetros para, como santo Tomás, meter la mano en las llagas y comprobar que era cierto lo que parecía inverosímil. Los admiramos desde las carrascas y los pinos carbonizados, y acabamos entrando en esa suerte de bosque de Birnam que podría servir no solo para escenificar aquí una versión forestal de Macbeth, sino hacer de esta especie resistente al fuego un aliado contra tantas inútiles reforestaciones. Salvo los sacrificados del cinturón exterior, los del corazón del bosque de cipreses, plantados gracias al proyecto CypFire, cofinanciado con fondos FEDER de la Unión Europea, el resto está en perfecto estado. La savia corre por sus ramas, está frescos, verdeantes, se dejan acariciar sin que se nos queden las ramas convertidas en cenizas entre los dedos. Contaba Joaquín Gil en su artículo que el experimento en el que participan nueve países (entre ellos Portugal, Francia, Italia y Turquía) pretendía analizar la resistencia de estos cipreses (hermanos gemelos de los que plantaron en la imaginación Miguel Delibes y José María Gironella) a las heladas, la sequía y a producción de madera y polen. El fuego era una hipótesis más, pero hasta ahora no había salido del laboratorio. El de Jérica ha sido con fuego real, y los resultados insospechados.
Volvimos a Jérica por la carretera de la Cova Santa que habíamos tomado esa misma mañana. Porque el camino desde el barranco de Herbasana hasta la carretera de Alcublas estaba ahora mucho mas cerca, y desde luego para ir a Jérica, y dejar al Zorro donde lo encontramos, aunque «más larga», la ruta era sin la menor duda «mucho mejor». Pero para eso hay que contar con el conocimiento y la buena disposición de un nativo como Manolo Cortés Ramírez,el Zorro, un rastreador tan bueno como un comanche. Antes de despedirnos echamos combustible donde Vicente, el gasolinero, amigo del Zorro, de su quinta, y vecino del piso de abajo. Cuando le dijo su compinche de donde veníamos, Vicente dio rienda suelta a su escepticismo: «A mí que me lo expliquen. No me creo lo de los árboles. Para mí que han estado limpiando el suelo». Nuestra amiga la pintora Rosa Biadiu está convencida de que los cipreses de Jérica se salvaron «porque son inmortales».
Aunque les preguntamos a los propios cipreses por su misterio, y ellos nos respondieron elocuentemente con su silencio, con su saber estar en medio de un bosque carbonizado, que están vivos porque supieron ser fieles a sí mismos, porque no tuvieron miedo… Y aunque algunos temen a los cipreses porque les recuerdan a los cementerios y a los muertos… Y aunque hay quien cree que quien se duerme a su sombra acaba siendo pasto de la locura… en cuanto supimos de este caso de pirofitismo (especies vegetales adaptadas al fuego) quisimos conocer de primera mano la opinión de Mónica Fernández-Aceytuno, nuestra bióloga de cabecera, la que más nos ha enseñado a leer la naturaleza, a ver los árboles, las plantas, los animales, los mares y las nubes con otros ojos. La capacidad regenerativa de la naturaleza frente a nuestras agresiones es una constante en sus escritos, que hablan de cómo hombre y medio ambiente están estrechamente entrelazados. Le había pedido un comentario, dos párrafos para darle a esta antepenúltima entrega de Por carreteras secundarias una pizca de rigor científico, y lo que me envió fue un artículo, titulado Niños mimados que, por su elocuencia, transcribo desde aquí, entero. Gracias, Mónica:
«En los recorridos post-incendios se puede observar que suelen quedar manchas verdes, madroños, lentiscos, enebros, sabinas, especies que se salvaron del paso del fuego, y que también en el laboratorio han demostrado ser moderadamente o poco inflamables».
«En el caso que nos ocupa de los cipreses, es distinto, porque aquí no se trata de un rodal entreverado en el monte sino de una plantación, un monocultivo trazado a cuadrícula para realizar un estudio, por lo que cabe colegir que dispone de unos cuidados de los que carece el monte que le rodea, y en un monte sin selvicultura es muy difícil que en verano no arda todo».
«En principio, ningún árbol arde con facilidad. Cualquiera que haya encendido una chimenea sabe que jamás conseguirá que prendan los troncos grandes si antes no ha puesto una piña, hojas, ramas secas. En el monte es lo mismo. Sería casi imposible que ardieran los montes si hubiera una tarea de prevención, de selvicultura, y estos cipreses eran niños mimados, protegidos todos juntos, en mitad de un monte abandonado a su suerte».

«Quién sabe si en el futuro se utilizará el ciprés también como cortafuegos al menos en la interfaz urbano-forestal, además de para defenderse del ruido y del viento. Pero sería un error creer que hay especies milagrosas, o que hay que plantar sólo cipreses. Un monocultivo funciona como un solo individuo que se salva de una circunstancia, pero eso no quiere decir que mañana no pueda llegar un hongo, y acabar con todos al mismo tiempo».
«Por eso la Naturaleza es variada, y entrevera las especies, y cuando pasa el fuego, quedan rodales verdes y siempre las semillas para volver a empezar de nuevo».
«Pero si el monte es hijo de nuestra mano, ¿qué podemos esperar si no lo cuidamos?».
Aprendamos de los cipreses de Jérica. De su silencio, de su valentía. Como Tzaplia, la garza de John Berger, tal vez nos estén diciendo un secreto que debemos escuchar con atención. Prestando atención a la naturaleza con la humildad de la que carecemos cuando nos creemos los amos de la creación.
Fuente: abc.es